Saúl Posada / 18.Mayo.2018.
Como no podía ser de otra manera, quienes postulan la democracia como sistema aún no superado -no obstante las inevitables deficiencias que la Historia de la Humanidad registra- recordarán el 27 de noviembre de 1983, en virtud de un cúmulo de razones, cuya vigencia deberá ser eterna en la conciencia de los pueblos.
Y esa formidable jornada cívica -en qué una multitud jamás vista- expresó con su presencia el repudio al régimen fascista -que agonizaba por la fuerza de los hechos- requiere una permanente evocación por las nuevas generaciones.
Cuando más de treinta años nos separan de aquél grito de libertad, cuyas facetas se exteriorizaron en las inolvidables palabras de Alberto Candeau, visualizamos que la Patria de Artigas elaboraba el fin de una dictadura, cuyas perversas secuelas siguen movilizándose en la densa sombre de la complicidad...
Porque en esta línea argumental, el azote del infortunio, que representó el totalitarismo de Estado durante más de once años, no puede sepultarse en el ostracismo del olvido como pretenden algunos, pues la verdad como señalaba el sacerdote Luis Pérez Aguirre, no debe ser secuestrada o desaparecida por la vía del ocultamiento.
Comporta un paso tan positivo como necesario, que en nuestras aulas discípulos y docentes, promuevan reflexiones sobre lo que significó para el país el quiebre institucional de 1973, como asimismo las derivaciones monstruosas causadas por esa luctuosa fecha.
Y por respeto a un elemental principio de honestidad intelectual, los sucesos de ese tramo deplorable, deben ser evaluados -en lo posible- con la mayor objetividad, sin flechamientos ideológicos, y con la jerarquía que se desprende de un lúcido razonamiento.
Recuérdese que en el plebiscito del 30/11/1980, los titulares de la soberanía a través de las urnas, notificaron al gobierno autoritario su desacuerdo o rechazo, con un proyecto constitucional, que en rigor legitimaba los crímenes políticos, la violación de los derechos humanos y la desaparición de personas.
Y es indudable que esa expresión colectiva, representó civilizadamente una señal de protesta, ante quienes irrogaban el papel de tuteladores de la Nación, amparados en la razón de la fuerza, vulnerando el modelo republicano al que jamás el pueblo podía renunciar.
Ante esta tenebrosa experiencia, preservar las libertades públicas, con todos los atributos que dimanan de un legítimo Estado de Derecho, constituye una tarea permanente, para que nunca más nuestro Uruguay sufra el período siniestro que le tocó vivir en la década infame de los años 70.
La libertad -como decía José Martí- cuesta muy cara y es necesario o resignarse a vivir sin ella, o decidirse a comprarla por su precio.
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